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Centro Relojero Pedro Izquierdo

El reloj en la Literatura

Claudio

Baneado
Tengo un reloj que vender

[…] En la ciudad me resultaron distintos, tanto, que me dejaron asombrado: era un par de truchimanes capaces de embaucar al padre eterno -si es que hay algún padre que pueda ser eterno-, llenos de astucias y de argucias, incansables para divertirse, para comer, para beber, para reírse; parecían haber estado presos o amarrados durante veinte años y haber recuperado su libertad sólo el día anterior o cinco minutos antes. En Mendoza me convertí en su protegido, pues no olvidaron las atenciones que tuve con ellos en los momentos difíciles. Allí descubrieron cómo se podía vivir de los demás y lo pusieron en práctica con una decisión pasmosa, es decir, descubrieron que en el mundo existía la libertad de comercio y que ellos, como cualesquiera otros, podían ejercerla sin más que tener las agallas y los medios de hacerlo, y medios no les faltaron, así como no les faltan a quienes tienen idénticas agallas, en grande o en pequeño. Se dedicaron al comercio de joyas, de joyas baratas, por supuesto, relojes de níquel o de plata, prendedores de similor, anillos con unas piedras capaces de dejar bizcos, por lo malas, a todos los joyeros de Amsterdam; joyas que cualquiera podía comprar en un bric-à-brac a precios bajísimos, pero que, ofrecidas por ellos con el arte con que lo hacían alcanzaban precios bastante por encima del verdadero; ese arte debía pagarse así como hay que pagar los escaparates lujosos y los horteras bien vestidos. La treta era muy sencilla y yo mismo colaboré en dos o tres ocasiones, asombrado de lo fácil que resultaba comerciar; sólo se necesitaban resolución y dominio de sí mismo:
- Señor: tengo un buen reloj que vender. Regalado. Es recuerdo de familia.
A la voz de recuerdo de familia, el cliente, a quien no impresionaban las palabras "buen reloj", ni "regalado", se detenía, excepto cuando tenía ideas propias sobre la familia y sobre los recuerdos que algunas suelen dejar.
- ¿Un reloj?
- Sí. ¿Se interesaría por verlo?
Un momento de duda.
- ¿Será muy caro?
Creía que los recuerdos de familia son siempre valiosos y la pregunta, más que pregunta, parecía una petición de clemencia.
- No, es decir, es buen reloj y lo vendo sólo porque tengo un apuro muy grande: mi madre está enferma.
La evocación de la madre era casi siempre decisiva.
- Veamos -susurraba el posible comprador, como si se tratara de una conspiración.
- Aquí está -decía el vendedor, con igual soplo de voz.
Sacaba el reloj, comprado el día anterior en la compraventa que un viejo judío, amante de la grapa, tenía frente a la estación del ferrocarril, y después de dar una mirada en redondo, como si se tratara de ocultar algo que había interés público en ocultar, lo mostraba. Era un reloj más vulgar que el de una oficina de correos, pero el hecho de que se ofreciera con esa voz y asegurando que era un recuerdo de familia le daba una impagable apariencia de reliquia. El cliente lo miraba con curiosidad y con interés, aunque con una vaga desconfianza, como se mira quizá a todo lo que se presenta como reliquia; como viejo, el reloj lo era, y andaba más por tradición y por inercia que por propia iniciativa.
- Perteneció a mi abuelo; se lo vendió un sargento negro, de las tropas que atravesaron la cordillera con el general San Martín; parece que fue robado en el saqueo que hicieron algunos desalmados en la casa de un godo. Aquí debía bajarse la voz: las palabras godo y saqueo hacían subir el precio del cachivache.
- ¿Y cuánto?
- Por ser usted -respondía el vendedor, como si conociera al cliente desde veinte años atrás-, se lo doy en dieciocho pesos.
Súbitamente el hombre perdía interés y con razón, pues el reloj, aunque hubiese sido todo lo que de él se decía, no costaba más de cuatro pesos y cualquiera habría podido adquirirlo por tres en el bric-à-brac más cercano.
- No lo vendería si mi madre no estuviese enferma -decía el vendedor con voz compungida-. Tengo que mandar a hacer una receta y comprarle algo de comer. ¿No daría quince pesos?
El cliente volvía a cobrar interés: la esperanza de que la desgracia que afligía al vendedor resultara una ventaja para él nacía en su conciencia: "Si demuestro menos interés me rebajará un poco más; la vieja está enferma y sin remedios y si no come estirará la pata." Cuando el honesto juego de la oferta y la demanda llegaba a su justo límite, lo cual se podía observar hasta de lejos por los movimientos y las actitudes de los transantes, el socio, con una preciosa cara de inocente, se acercaba a los dos hombres: había estado sentado, durante todo ese tiempo, en un banco cercano -todos estos negocios se llevaban a cabo, por lo común, en una plaza pública- y miraba hacia la pareja que discutía el precio del recuerdo de familia; por fin, como comido por la curiosidad, se aproximaba.
- Perdonen -decía con una sonrisa de intruso que teme lo echen a puntapiés-, hace rato que los veo discutir y no he podido resistir la curiosidad. ¿De qué se trata? ¿El señor vende algo?
El posible comprador no decía una palabra, aunque lanzaba al entrometido una mirada de desprecio; el vendedor, por su parte, aparentaba indiferencia.
- No estamos discutiendo -aseguraba-; es un asunto de negocios.
No agregaba una sola palabra. El intruso, con cara de confundido y con una sonrisa idiota que producía lástima, esperaba un momento; luego, hacía ademán de retirarse; entonces el vendedor sacaba de nuevo la voz:
- Se trata de un reloj, recuerdo de familia, que quiero vender al señor, pero lo encuentra caro. No lo vendería si no...
Y agregaba lo demás. La cara del socio se iluminaba con una sonrisa de beatitud:
- ¿Un recuerdo de familia?
- Sí, señor.
Relampagueaban los ojos del intruso; mirando al cliente, como pidiéndole disculpa, preguntaba:
- ¿Podría verlo?
- Cómo no; aquí está.
El intruso lo recibía y lo pasaba de una mano a otra, como si nunca hubiese visto un vejestorio igual, contemplándolo de frente, de costado y por detrás y preguntando cuántos años de existencia se le suponían, cuántos días de cuerda tenía y si estaba garantizado. La víctima, entretanto, se mordía los labios y maldecía al intruso, el cual preguntaba al fin al vendedor, devolviéndole el reloj:
- Y... ¿cuánto?
El vendedor daba aquí una estocada a fondo:
- Por ser usted, que ha demostrado tanto interés, y como ya se hace tarde, se lo dejaría en quince pesos.
El cliente daba una mirada de indignación al vendedor: a él, de entrada, le había pedido dieciocho pesos, tres más que al otro.
- Pero -añadía el vendedor, hundiendo más el estoque- como estoy apurado, se lo daría hasta en doce.
El amante de los recuerdos de familia, que veía escapársele el reloj y a quien sólo se le había rebajado hasta quince pesos, estallaba:
- Permítame -decía, metiéndose entre los dos socios y dando cara al intruso-, yo estaba, antes que usted, en tratos con el señor.
- Bueno, bueno -respondía tímidamente el interpelado-, pero como este señor...
- Cuando yo me haya ido, usted podrá continuar conversando con él, si tanto lo desea.
Y agregaba, volviéndose impetuosamente hacia el vendedor:
- Es mío por los doce pesos.
- Muy bien -respondía el hijo modelo, con una cara que demostraba claramente que le importaba un comino que fuese uno u otro el comprador; lo único que a él le interesaba era la viejecita-. Es suyo.
La víctima sacaba los billetes, los entregaba, recibía la reliquia y se iba, lanzando de pasada una mirada de menosprecio al entrometido, que se quedaba charlando con el vendedor, con quien se marchaba después en busca de un nuevo cliente
[…]
(Manuel Rojas, "Hijo de ladrón", Chile, 1951.)
 

Kalessin

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Una canción de Silvio Rodríguez

El loco y el relojero

El relojero y el loco
se conocieron para hacer cooperativa.
El relojero arregla un poco
lo que su socio troca en vida

El loco y el relojero
se van porfiando ser el ala y la cadena,
se van los dos aventureros
de la alegría y de la pena.

El taller del relojero
es el soplo de la duda,
instrumento de los sueños,
herramienta de la espuma.

En la latitud del ojo
lleva el mando la sorpresa.
maravilla del asombro
cuando llega la belleza.

Esto me recuerda a Alicia, el conejo...

"ERASE una vez una niña que se llamaba Alicia: y tuvo un sueño muy extraño.

¿Te gustaría saber de qué trataba su sueño?

Bien, lo primero que ocurrió fue esto. Apareció un Conejo Blanco corriendo, con mucha prisa; y precisamente al pasar junto a Alicia se paró y sacó su reloj del bolsillo.

¿Qué divertido, verdad? ¿Has visto tú alguna vez un conejo que tenga reloj y bolsillo para guardarlo? Naturalmente, si un conejo tiene reloj, necesita un bolsillo donde meterlo; no puede llevarlo en la boca, y las manos le hacen falta a veces para correr.

¿No te parece que tiene unos lindos ojos color de rosa? (Creo que todos los conejos blancos tienen los ojos color de rosa). Y orejas rosadas; y una bonita chaqueta marrón; y se puede ver la punta de su pañuelo rojo asomando por el bolsillo de la chaqueta: total, que con la corbata azul y el chaleco amarillo, la verdad es que forma un agradable conjunto.

«¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío!», dijo el Conejo. «¡Llegaré demasiado tarde!» ¿A qué llegaría tarde? Pues te lo voy a decir: tenía que ir a visitar a la Duquesa (pronto la verás en un dibujo, sentada en su cocina).

La Duquesa era una señora muy gruñona: y el Conejo sabía que si le hacía esperar la encontraría de muy mal humor. Por esa razón el pobre estaba asustadísimo (¿no ves cómo tiembla? Mueve un poco el libro de un lado a otro y le verás temblar), porque pensaba que, como castigo, la Duquesa le mandaría decapitar. Eso es lo que solía hacer también la Reina de Corazones cuando se enfadaba con alguien (pronto verás un dibujo de ella); bueno, solía ordenar que les cortaran la cabeza y siempre creía que le obedecían, pero en realidad no lo hacían nunca.

Cuando el Conejo Blanco se alejó corriendo, Alicia quiso saber qué le ocurriría, y echó a correr tras él; y corrió y corrió, hasta que cayó en la madriguera.

Y entonces su caída fue prolongadísima. Bajaba, y bajaba, y bajaba, ¡y hasta empezó a pensar que iba a atravesar completamente la Tierra, y salir por el otro lado!

Era exactamente igual que un pozo muy profundo, sólo que no tenía agua.

Si realmente una persona sufriera una caída como esa, probablemente se mataría; pero ya sabes que en sueños las caídas no hacen daño, porque mientras estás soñando que te caes la realidad es que estás tumbada tan tranquila y dormida como un tronco.

Esta tremenda caída terminó por fin, y Alicia fue a parar sobre un montón de palos y hojas secas. Pero no se hizo nada de daño y, levantándose de un salto, corrió de nuevo tras el Conejo.

Y éste fue el comienzo del extraño sueño de Alicia. La próxima vez que veas un Conejo Blanco, procura pensar que tú también vas a tener un sueño curioso, igual que la simpática Alicia."
 

Claudio

Baneado
¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra!

Hola, foreros. Se me ha ocurrido iniciar este hilo e ir incluyendo en él retazos literarios :scrito: en donde el reloj sea el mayor, o uno de los mayores, protagonista de la historia...


En la calle de Bodegones existía un italiano relojero, el cual ostentaba sobre el mostrador un curioso reloj de sobremesa. Era un reloj con torrecillas, campanitas chinescas, pajarillo cantor y no sé qué otros muñecos automáticos. Para aquellos tiempos era una verdadera curiosidad, por la que el dueño pedía tres mil duretes; pero el reloj allí se estaba meses y meses sin encontrar comprador.
La tienda de Bodegones era sitio de tertulia para los lechuguinos contemporáneos del virrey bailío Gil y Lemos, a varios de los que dijo una tarde el relojero:
- Per Bacco! Mucho de que el Perú es rico y rumbosos los peruleros, y salimos, ¡Santa Madona de Sorrento!, con que es tierra de gente roñosa y cominera. En Europa habría vendido ese relojillo en un abrir y cerrar de ojos, y en Lima no hay hombre que tenga calzones para comprarlo.
Llegó a noticia de Ijurra el triste concepto en que el italiano tenía a los hijos del Perú, y sin más averiguarlo cogió capa y sombrero, y seguido de tres negros, cargados con otros tantos talegos de a mil, entró en la relojería diciendo muy colérico:
- Oiga usted, ño Fifirriche, y aprenda crianza para no llamar tacaños a los que le damos el pan que come. Mío es el reloj, y ahora vea el muy desvergonzado el caso que los peruanos hacemos del dinero.
Y saliendo Ijurra a la puerta de la tienda tiró el reloj al suelo, lo hizo pedazos con el tacón de la bota, y los muchachos que a la sazón pasaban se echaron sobre los destrozados fragmentos.
A uno de los parroquianos del relojero no hubo de parecerle bien este arranque de vanidad, o nacionalismo, porque al alejarse el minero le gritó:
- ¡Ijurra! ¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra! -palabras con las que quería significarle que al cabo podría la fortuna volverle la espalda, pues tan sin ton ni son despilfarraba sus dones.
La verdad es que estas palabras fueron para Ijurra como maldición de gitano; porque pocos días después, y a revientacaballos, llegaba a Lima el administrador de la mina con la funesta noticia de que ésta se había inundado.
¡Qué cierto es que las desdichas caen por junto, como al perro los palos, y que el mal entra a brazadas y sale a pulgaradas!
Ijurra gastó la gran fortuna que le quedaba en desaguar la mina, empresa que ni él ni sus nietos, que aún viven en el Cerro de Pasco, vieron realizada. Y este fracaso, y pérdidas de fuertes sumas en el juego, lo arruinaron tan completamente, que murió en una covacha del hopital de San Andrés.
Aquí es el caso de decir con el refrán: -Mundo, mundillo, nacer en palacio y acabar en ventorrillo.
Desde entonces quedó por frase popular, entre los limeños, el decir a los que derrochan su hacienda sin cuidarse del mañana:
- ¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra!


(Ricardo Palma, “Tradiciones peruanas”, 1877)
 
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santosanto

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“Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj”. Julio Cortázar.
Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan –no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.
 

Claudio

Baneado
Este "aporte" lo dedicaré a poner frases con cierta "chispa" o, como define el Diccionario de la Real Academia Española el epigrama: "Pensamiento de cualquier género, expresado con brevedad y agudeza". Pero con el reloj como protagonista.
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-Había en su cerebro un rebullicio como el de los relojes de pared momentos antes de dar la hora. (B. Pérez Galdós, 1884.)

-La alegría no es una cosa a la cual se da cuerda, como a los relojes. (B. P. Galdós, 1894.)

-[...] le mostramos relojes y calendarios, que no pueden mentir porque se relacionan con el desplazamiento de los astros. (Enrique Anderson Imbert, 1969.)

-[...] los relojes es gente dadivosa y hasta en ellos me parece y suena bien el dar, y más por ser a todas horas. (Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, 1620.)

-En vez de corazón tienes esta saboneta -dice Espina señalando a una de forma cordial-, toda incrustada de granates, y cuyo tic-tac imita el latido. (Emilia Pardo Bazán, 1905.)

-Y no se sabe a qué hora terminamos de hablar con León Pacheco, pues cuando charlamos los relojes caminan más ligero. (Miguel Ángel Asturias, 1925.)

-El tictac de mis relojes me despierta los sentidos más que el viento en los desfiladeros... (Carmen Laforet, 1945.)

-A intervalos se oye la voz del..., y el eco de dos relojes viejos que cuentan el tiempo sin equivocarse. (M. A. Asturias)

-Las campanadas de los relojes en la noche son las voces del silencio que se queja... (Teresa de la Parra, 1924.)

-Aunque de esto no te culpo, que todas las mujeres sois como relojes de sol, que en faltando no sirven, y con cualquiera fingida luz muestran sus números. (Lope de Vega, 1598.)

-Esta llavecita de oro que cae con elegante descuido del bolsillo es la del reloj. Con cuánta gracia añade Sarmiento agudezas a su comentario: "Si quiere estudiar las transformaciones que el reloj ha experimentado desde su invención hasta nuestros días, pida usted la hora a cuantos yankees encuentre. Verá usted relojes fósiles, relojes mastodontes, relojes fantasmas, relojes guarida de sabandijas, relojes de tres pisos, inflados, con puente levadizo y escalera secreta para descender con linterna a darles cuerda". (Rafael Alberti)

-Y el colmo fue cuando a mi reloj de pulsera Alfonso le dio un tic nervioso, perdió la memoria y se le olvidó recordarme la hora de ir al cine. (Fernando del Paso, 1977.)

-Los agentes y relojes son tan críticas alhajas, que si no se les da cuerda, todos los días se paran. (Ramón de la Cruz, 1762.)

-El reloj del comedor -un ojo de buey- estaba pálido de desmayo, porque los relojes de comedor comen de ver comer. (Ramón Gómez de la Serna, 1948.)

-En todos los agujeros de la calle han aparecido cabezas, con un efecto de reloj de cuco. (Ernesto Giménez Caballero, "Notas marruecas de un soldado", 1923.)

-La edad del buen hidalgo, según la cuenta que hacía cuando de ésto se trataba, era una cifra tan imposible de averiguar como la hora de un reloj descompuesto, cuyas manecillas se obstinaran en no moverse. (B. Pérez Galdós, "Tristana", 1892.)

-Era esta señora entremetida como el ruido, curiosa como la luz, e inoportuna como un reloj descompuesto. (Fernán Caballero, "Clemencia", 1852.)

-[...] y suenan tus palabras remotas dentro de mí, con esa intensidad quimérica de un reloj descompuesto que da horas y horas en una cámara destartalada... (Ramón López Velarde, "La sangre devota", 1916.)

-Las citas de amor, como los relojeros, no tienen hora fija. (Enrique Jardiel Poncela, "Amor se escribe sin hache", 1929-33.)

-En la pared cercana había un reloj parado desde hace cincuenta años, su máquina era el cuartel general de las arañas, y sus enormes pesas de plomo, caídas con estrépito hace veinticinco mil noches, habían roto un taburete, un cántaro, un Niño Jesús, y yacían en el suelo inmóviles con la majestad de dos aerolitos. (Benito Pérez Galdós, "La sombra", 1870.)

-[...] propósito, aunque no claro, y conciencia, aunque no siempre alerta, hay absolutamente en todo uso del idioma, y por consiguiente en los relojeros que dan cuerda a su historia, que son sus hablantes. (Amado Alonso, "Estudios lingüísticos. Temas hispanoamericanos", 1976.)

-Tenía él mismo en su aposento muchos relojes, y como un día diesen dos o tres a la par, dijo: "Muchos contadores son éstos para tan poco caudal de vida." (Juan Rufo, "Las seiscientas apotegmas", 1596.)

-Mucho temo que Luis Mena
su poco sentido pierda,
está inventando una cuerda
para relojes de arena
.
(Aquiles J. Echeverría “Poesías”, 1889-1909)

-[...] Allá, al fondo, se veía la torre cuadrada de Gobernación, con sus relojes todavía encendidos, como pupilas vigilantes [..] (Alberto Insúa, "El negro que tenía el alma blanca, 1922.)

-[...]En la barbería el reloj -sexagenario sistemático- sigue jugando al solitario con los minutos. (Jorge Luis Borges, "Aldea", 1913.)

-Ese tic-tac tiene una cojera -dije oyendo aquel reloj. (Ramón Gómez de la Serna, greguería, 1913.)
 
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