Claudio
Baneado
Tengo un reloj que vender
[…] En la ciudad me resultaron distintos, tanto, que me dejaron asombrado: era un par de truchimanes capaces de embaucar al padre eterno -si es que hay algún padre que pueda ser eterno-, llenos de astucias y de argucias, incansables para divertirse, para comer, para beber, para reírse; parecían haber estado presos o amarrados durante veinte años y haber recuperado su libertad sólo el día anterior o cinco minutos antes. En Mendoza me convertí en su protegido, pues no olvidaron las atenciones que tuve con ellos en los momentos difíciles. Allí descubrieron cómo se podía vivir de los demás y lo pusieron en práctica con una decisión pasmosa, es decir, descubrieron que en el mundo existía la libertad de comercio y que ellos, como cualesquiera otros, podían ejercerla sin más que tener las agallas y los medios de hacerlo, y medios no les faltaron, así como no les faltan a quienes tienen idénticas agallas, en grande o en pequeño. Se dedicaron al comercio de joyas, de joyas baratas, por supuesto, relojes de níquel o de plata, prendedores de similor, anillos con unas piedras capaces de dejar bizcos, por lo malas, a todos los joyeros de Amsterdam; joyas que cualquiera podía comprar en un bric-à-brac a precios bajísimos, pero que, ofrecidas por ellos con el arte con que lo hacían alcanzaban precios bastante por encima del verdadero; ese arte debía pagarse así como hay que pagar los escaparates lujosos y los horteras bien vestidos. La treta era muy sencilla y yo mismo colaboré en dos o tres ocasiones, asombrado de lo fácil que resultaba comerciar; sólo se necesitaban resolución y dominio de sí mismo:
- Señor: tengo un buen reloj que vender. Regalado. Es recuerdo de familia.
A la voz de recuerdo de familia, el cliente, a quien no impresionaban las palabras "buen reloj", ni "regalado", se detenía, excepto cuando tenía ideas propias sobre la familia y sobre los recuerdos que algunas suelen dejar.
- ¿Un reloj?
- Sí. ¿Se interesaría por verlo?
Un momento de duda.
- ¿Será muy caro?
Creía que los recuerdos de familia son siempre valiosos y la pregunta, más que pregunta, parecía una petición de clemencia.
- No, es decir, es buen reloj y lo vendo sólo porque tengo un apuro muy grande: mi madre está enferma.
La evocación de la madre era casi siempre decisiva.
- Veamos -susurraba el posible comprador, como si se tratara de una conspiración.
- Aquí está -decía el vendedor, con igual soplo de voz.
Sacaba el reloj, comprado el día anterior en la compraventa que un viejo judío, amante de la grapa, tenía frente a la estación del ferrocarril, y después de dar una mirada en redondo, como si se tratara de ocultar algo que había interés público en ocultar, lo mostraba. Era un reloj más vulgar que el de una oficina de correos, pero el hecho de que se ofreciera con esa voz y asegurando que era un recuerdo de familia le daba una impagable apariencia de reliquia. El cliente lo miraba con curiosidad y con interés, aunque con una vaga desconfianza, como se mira quizá a todo lo que se presenta como reliquia; como viejo, el reloj lo era, y andaba más por tradición y por inercia que por propia iniciativa.
- Perteneció a mi abuelo; se lo vendió un sargento negro, de las tropas que atravesaron la cordillera con el general San Martín; parece que fue robado en el saqueo que hicieron algunos desalmados en la casa de un godo. Aquí debía bajarse la voz: las palabras godo y saqueo hacían subir el precio del cachivache.
- ¿Y cuánto?
- Por ser usted -respondía el vendedor, como si conociera al cliente desde veinte años atrás-, se lo doy en dieciocho pesos.
Súbitamente el hombre perdía interés y con razón, pues el reloj, aunque hubiese sido todo lo que de él se decía, no costaba más de cuatro pesos y cualquiera habría podido adquirirlo por tres en el bric-à-brac más cercano.
- No lo vendería si mi madre no estuviese enferma -decía el vendedor con voz compungida-. Tengo que mandar a hacer una receta y comprarle algo de comer. ¿No daría quince pesos?
El cliente volvía a cobrar interés: la esperanza de que la desgracia que afligía al vendedor resultara una ventaja para él nacía en su conciencia: "Si demuestro menos interés me rebajará un poco más; la vieja está enferma y sin remedios y si no come estirará la pata." Cuando el honesto juego de la oferta y la demanda llegaba a su justo límite, lo cual se podía observar hasta de lejos por los movimientos y las actitudes de los transantes, el socio, con una preciosa cara de inocente, se acercaba a los dos hombres: había estado sentado, durante todo ese tiempo, en un banco cercano -todos estos negocios se llevaban a cabo, por lo común, en una plaza pública- y miraba hacia la pareja que discutía el precio del recuerdo de familia; por fin, como comido por la curiosidad, se aproximaba.
- Perdonen -decía con una sonrisa de intruso que teme lo echen a puntapiés-, hace rato que los veo discutir y no he podido resistir la curiosidad. ¿De qué se trata? ¿El señor vende algo?
El posible comprador no decía una palabra, aunque lanzaba al entrometido una mirada de desprecio; el vendedor, por su parte, aparentaba indiferencia.
- No estamos discutiendo -aseguraba-; es un asunto de negocios.
No agregaba una sola palabra. El intruso, con cara de confundido y con una sonrisa idiota que producía lástima, esperaba un momento; luego, hacía ademán de retirarse; entonces el vendedor sacaba de nuevo la voz:
- Se trata de un reloj, recuerdo de familia, que quiero vender al señor, pero lo encuentra caro. No lo vendería si no...
Y agregaba lo demás. La cara del socio se iluminaba con una sonrisa de beatitud:
- ¿Un recuerdo de familia?
- Sí, señor.
Relampagueaban los ojos del intruso; mirando al cliente, como pidiéndole disculpa, preguntaba:
- ¿Podría verlo?
- Cómo no; aquí está.
El intruso lo recibía y lo pasaba de una mano a otra, como si nunca hubiese visto un vejestorio igual, contemplándolo de frente, de costado y por detrás y preguntando cuántos años de existencia se le suponían, cuántos días de cuerda tenía y si estaba garantizado. La víctima, entretanto, se mordía los labios y maldecía al intruso, el cual preguntaba al fin al vendedor, devolviéndole el reloj:
- Y... ¿cuánto?
El vendedor daba aquí una estocada a fondo:
- Por ser usted, que ha demostrado tanto interés, y como ya se hace tarde, se lo dejaría en quince pesos.
El cliente daba una mirada de indignación al vendedor: a él, de entrada, le había pedido dieciocho pesos, tres más que al otro.
- Pero -añadía el vendedor, hundiendo más el estoque- como estoy apurado, se lo daría hasta en doce.
El amante de los recuerdos de familia, que veía escapársele el reloj y a quien sólo se le había rebajado hasta quince pesos, estallaba:
- Permítame -decía, metiéndose entre los dos socios y dando cara al intruso-, yo estaba, antes que usted, en tratos con el señor.
- Bueno, bueno -respondía tímidamente el interpelado-, pero como este señor...
- Cuando yo me haya ido, usted podrá continuar conversando con él, si tanto lo desea.
Y agregaba, volviéndose impetuosamente hacia el vendedor:
- Es mío por los doce pesos.
- Muy bien -respondía el hijo modelo, con una cara que demostraba claramente que le importaba un comino que fuese uno u otro el comprador; lo único que a él le interesaba era la viejecita-. Es suyo.
La víctima sacaba los billetes, los entregaba, recibía la reliquia y se iba, lanzando de pasada una mirada de menosprecio al entrometido, que se quedaba charlando con el vendedor, con quien se marchaba después en busca de un nuevo cliente […]
(Manuel Rojas, "Hijo de ladrón", Chile, 1951.)
[…] En la ciudad me resultaron distintos, tanto, que me dejaron asombrado: era un par de truchimanes capaces de embaucar al padre eterno -si es que hay algún padre que pueda ser eterno-, llenos de astucias y de argucias, incansables para divertirse, para comer, para beber, para reírse; parecían haber estado presos o amarrados durante veinte años y haber recuperado su libertad sólo el día anterior o cinco minutos antes. En Mendoza me convertí en su protegido, pues no olvidaron las atenciones que tuve con ellos en los momentos difíciles. Allí descubrieron cómo se podía vivir de los demás y lo pusieron en práctica con una decisión pasmosa, es decir, descubrieron que en el mundo existía la libertad de comercio y que ellos, como cualesquiera otros, podían ejercerla sin más que tener las agallas y los medios de hacerlo, y medios no les faltaron, así como no les faltan a quienes tienen idénticas agallas, en grande o en pequeño. Se dedicaron al comercio de joyas, de joyas baratas, por supuesto, relojes de níquel o de plata, prendedores de similor, anillos con unas piedras capaces de dejar bizcos, por lo malas, a todos los joyeros de Amsterdam; joyas que cualquiera podía comprar en un bric-à-brac a precios bajísimos, pero que, ofrecidas por ellos con el arte con que lo hacían alcanzaban precios bastante por encima del verdadero; ese arte debía pagarse así como hay que pagar los escaparates lujosos y los horteras bien vestidos. La treta era muy sencilla y yo mismo colaboré en dos o tres ocasiones, asombrado de lo fácil que resultaba comerciar; sólo se necesitaban resolución y dominio de sí mismo:
- Señor: tengo un buen reloj que vender. Regalado. Es recuerdo de familia.
A la voz de recuerdo de familia, el cliente, a quien no impresionaban las palabras "buen reloj", ni "regalado", se detenía, excepto cuando tenía ideas propias sobre la familia y sobre los recuerdos que algunas suelen dejar.
- ¿Un reloj?
- Sí. ¿Se interesaría por verlo?
Un momento de duda.
- ¿Será muy caro?
Creía que los recuerdos de familia son siempre valiosos y la pregunta, más que pregunta, parecía una petición de clemencia.
- No, es decir, es buen reloj y lo vendo sólo porque tengo un apuro muy grande: mi madre está enferma.
La evocación de la madre era casi siempre decisiva.
- Veamos -susurraba el posible comprador, como si se tratara de una conspiración.
- Aquí está -decía el vendedor, con igual soplo de voz.
Sacaba el reloj, comprado el día anterior en la compraventa que un viejo judío, amante de la grapa, tenía frente a la estación del ferrocarril, y después de dar una mirada en redondo, como si se tratara de ocultar algo que había interés público en ocultar, lo mostraba. Era un reloj más vulgar que el de una oficina de correos, pero el hecho de que se ofreciera con esa voz y asegurando que era un recuerdo de familia le daba una impagable apariencia de reliquia. El cliente lo miraba con curiosidad y con interés, aunque con una vaga desconfianza, como se mira quizá a todo lo que se presenta como reliquia; como viejo, el reloj lo era, y andaba más por tradición y por inercia que por propia iniciativa.
- Perteneció a mi abuelo; se lo vendió un sargento negro, de las tropas que atravesaron la cordillera con el general San Martín; parece que fue robado en el saqueo que hicieron algunos desalmados en la casa de un godo. Aquí debía bajarse la voz: las palabras godo y saqueo hacían subir el precio del cachivache.
- ¿Y cuánto?
- Por ser usted -respondía el vendedor, como si conociera al cliente desde veinte años atrás-, se lo doy en dieciocho pesos.
Súbitamente el hombre perdía interés y con razón, pues el reloj, aunque hubiese sido todo lo que de él se decía, no costaba más de cuatro pesos y cualquiera habría podido adquirirlo por tres en el bric-à-brac más cercano.
- No lo vendería si mi madre no estuviese enferma -decía el vendedor con voz compungida-. Tengo que mandar a hacer una receta y comprarle algo de comer. ¿No daría quince pesos?
El cliente volvía a cobrar interés: la esperanza de que la desgracia que afligía al vendedor resultara una ventaja para él nacía en su conciencia: "Si demuestro menos interés me rebajará un poco más; la vieja está enferma y sin remedios y si no come estirará la pata." Cuando el honesto juego de la oferta y la demanda llegaba a su justo límite, lo cual se podía observar hasta de lejos por los movimientos y las actitudes de los transantes, el socio, con una preciosa cara de inocente, se acercaba a los dos hombres: había estado sentado, durante todo ese tiempo, en un banco cercano -todos estos negocios se llevaban a cabo, por lo común, en una plaza pública- y miraba hacia la pareja que discutía el precio del recuerdo de familia; por fin, como comido por la curiosidad, se aproximaba.
- Perdonen -decía con una sonrisa de intruso que teme lo echen a puntapiés-, hace rato que los veo discutir y no he podido resistir la curiosidad. ¿De qué se trata? ¿El señor vende algo?
El posible comprador no decía una palabra, aunque lanzaba al entrometido una mirada de desprecio; el vendedor, por su parte, aparentaba indiferencia.
- No estamos discutiendo -aseguraba-; es un asunto de negocios.
No agregaba una sola palabra. El intruso, con cara de confundido y con una sonrisa idiota que producía lástima, esperaba un momento; luego, hacía ademán de retirarse; entonces el vendedor sacaba de nuevo la voz:
- Se trata de un reloj, recuerdo de familia, que quiero vender al señor, pero lo encuentra caro. No lo vendería si no...
Y agregaba lo demás. La cara del socio se iluminaba con una sonrisa de beatitud:
- ¿Un recuerdo de familia?
- Sí, señor.
Relampagueaban los ojos del intruso; mirando al cliente, como pidiéndole disculpa, preguntaba:
- ¿Podría verlo?
- Cómo no; aquí está.
El intruso lo recibía y lo pasaba de una mano a otra, como si nunca hubiese visto un vejestorio igual, contemplándolo de frente, de costado y por detrás y preguntando cuántos años de existencia se le suponían, cuántos días de cuerda tenía y si estaba garantizado. La víctima, entretanto, se mordía los labios y maldecía al intruso, el cual preguntaba al fin al vendedor, devolviéndole el reloj:
- Y... ¿cuánto?
El vendedor daba aquí una estocada a fondo:
- Por ser usted, que ha demostrado tanto interés, y como ya se hace tarde, se lo dejaría en quince pesos.
El cliente daba una mirada de indignación al vendedor: a él, de entrada, le había pedido dieciocho pesos, tres más que al otro.
- Pero -añadía el vendedor, hundiendo más el estoque- como estoy apurado, se lo daría hasta en doce.
El amante de los recuerdos de familia, que veía escapársele el reloj y a quien sólo se le había rebajado hasta quince pesos, estallaba:
- Permítame -decía, metiéndose entre los dos socios y dando cara al intruso-, yo estaba, antes que usted, en tratos con el señor.
- Bueno, bueno -respondía tímidamente el interpelado-, pero como este señor...
- Cuando yo me haya ido, usted podrá continuar conversando con él, si tanto lo desea.
Y agregaba, volviéndose impetuosamente hacia el vendedor:
- Es mío por los doce pesos.
- Muy bien -respondía el hijo modelo, con una cara que demostraba claramente que le importaba un comino que fuese uno u otro el comprador; lo único que a él le interesaba era la viejecita-. Es suyo.
La víctima sacaba los billetes, los entregaba, recibía la reliquia y se iba, lanzando de pasada una mirada de menosprecio al entrometido, que se quedaba charlando con el vendedor, con quien se marchaba después en busca de un nuevo cliente […]
(Manuel Rojas, "Hijo de ladrón", Chile, 1951.)