Fernando Burón
Well-known member
Amigos : hoy a un mes de terremoto que nos asoló he leido este artículo que narra lo que todos los residentes en Chile hemos vivido, me he impresionado por la exactitud y emoción que transmite y algo parece que me ha quedado atravesado en la garganta , parece que las grietas que tenemos en el espirítu aún no cierran bien . Me permito compartírselo para que entiendan un poco lo que aquí ha pasado y más allá de compadecernos es éste un llamado acerca de la verdadera cara de la Naturaleza y que debemos considerar sus mensajes, esto es "construir SIEMPRE de acuerdo a las características del lugar", "ser responsable con lo que hacemos y construimos y respetar a Natura de acuerdo a cómo es allí donde vayamos .
En 1562, 1570 y 1575 la crónica narra que los colonizadores españoles sufrieron sendos terremotos y tsunamis en la costa del Pacífico, en cada ocasión todas las edificaciones de adobe se desplomaban y muchos morían, de allí en adelante fue un constante lidiar contra esta naturaleza hostil que parecía rechazar toda ocupación, en intervalos de hasta 20 años se han sucedido una y otra vez, forjando ello el cáracter de la nacionalidad y sus residentes y, denotando el temple de quiénes aquí llegaron a formar un país. Mi homenaje a todos ellos.
( Hoy por dos veces el piso ha oscilado, ya parecemos marinero en tierra mareado.) . Lo bueno es que ya son cada vez menos. Un abrazo a todos y doy gracias al FdR por permitirme compartir nuestras emociones.
Un Uruguayo en el piso 22
Por Pablo Araujo
Jamás imaginé que sufrir un terremoto en carne propia me produciría tan nivel de perplejidad. Resido en Santiago, soy uruguayo y vivo en un piso 22. Por dos infinitos minutos el departamento se convirtió en la coctelera de King Kong. Las paredes parecían de goma, el rectángulo del living se hacía cada vez más oblicuo, transformaba en un rombo hacia un lado, y luego hacia el otro con inconcebible facilidad y violencia. Las imágenes parecían más propias de una experiencia lisérgica que reales.
La mayoría de mis compatriotas nunca lo creería. Yo tampoco lo hubiera creído. Escuchar los fogonazos violetas, amarillos y rojos de las explosiones de los cables eléctricos de la ciudad, las alarmas de todos los coches del mundo, las sirenas de los comercios, la traqueotomía de la tierra y un estruendo como de pianos de cola haciéndose mierda desde muy alto, aumentaba la sensación de estar en medio de un bombardeo o de un ataque terrorista. No podía mantenerme en pie y a lo más parecía el conserje de la torre de Pisa. Cuando intentaba reincorporarme para correr donde mis hijos, caía como un objeto pesado más y lo que estaba ocurriendo en la cocina me espeluznaba: los platos y los vasos ahora eran asesinos de loza y de vidrio. Los enseres vivos. Mientras los clósets vomitaban todo su contenido y sentía que caía el televisor, la computadora, la biblioteca, todo, yo gritaba como bestia “¡Quédense tranquilos ¡No pasa nada!”. Una y otra vez repetía esos imperativos tan eficaces como aquel “venimos en son de paz” de los marcianos que mataban todo a su paso. Y no paraba nunca. Seguía domando un dinosaurio mecánico. El consejo de “ponte debajo del marco de la puerta” eran tan inocente como irrealizable. Me precipitaba fuerte contra el piso una y otra vez contra una mesa rodante que me pegó como si me odiara de toda la vida o que decidió explicarme de manera elocuente la energía cinética.
De repente, el temblor infernal cesó. De golpe. Desapareció impune, así no más. Con una vela encendimos el rompecabezas macabro que está desparramado por todo el departamento. El agua de las cisternas de los baños llegó hasta el pasillo. Me temblaban las piernas. Había manchas de sangre el piso y fue un alivio descubrir que era mía. Un pedazo curvo de cerámica incrustado en la planta del pie del que ni me había percatado. Miramos por la ventana y el horror ya había tomado forma de completa oscuridad en la ciudad. Recuerdo que sentí una bronca descabellada contra la Naturaleza y una pena gigante e infinita por Chile, fue tanto el desasosiego y la indefensión y la locura y el absurdo que sentí en esos instantes, que allí abrazado a mi familia y llorando me pregunté por un momento si quedaría alguien vivo allá afuera.
....
Hoy se cumple un mes del terremoto en Chile, compartimos esta columna del amigo Pablo publicada en The Clinic. Foto: Alejandro Olivares.
En 1562, 1570 y 1575 la crónica narra que los colonizadores españoles sufrieron sendos terremotos y tsunamis en la costa del Pacífico, en cada ocasión todas las edificaciones de adobe se desplomaban y muchos morían, de allí en adelante fue un constante lidiar contra esta naturaleza hostil que parecía rechazar toda ocupación, en intervalos de hasta 20 años se han sucedido una y otra vez, forjando ello el cáracter de la nacionalidad y sus residentes y, denotando el temple de quiénes aquí llegaron a formar un país. Mi homenaje a todos ellos.
( Hoy por dos veces el piso ha oscilado, ya parecemos marinero en tierra mareado.) . Lo bueno es que ya son cada vez menos. Un abrazo a todos y doy gracias al FdR por permitirme compartir nuestras emociones.
Un Uruguayo en el piso 22
Por Pablo Araujo
Jamás imaginé que sufrir un terremoto en carne propia me produciría tan nivel de perplejidad. Resido en Santiago, soy uruguayo y vivo en un piso 22. Por dos infinitos minutos el departamento se convirtió en la coctelera de King Kong. Las paredes parecían de goma, el rectángulo del living se hacía cada vez más oblicuo, transformaba en un rombo hacia un lado, y luego hacia el otro con inconcebible facilidad y violencia. Las imágenes parecían más propias de una experiencia lisérgica que reales.
La mayoría de mis compatriotas nunca lo creería. Yo tampoco lo hubiera creído. Escuchar los fogonazos violetas, amarillos y rojos de las explosiones de los cables eléctricos de la ciudad, las alarmas de todos los coches del mundo, las sirenas de los comercios, la traqueotomía de la tierra y un estruendo como de pianos de cola haciéndose mierda desde muy alto, aumentaba la sensación de estar en medio de un bombardeo o de un ataque terrorista. No podía mantenerme en pie y a lo más parecía el conserje de la torre de Pisa. Cuando intentaba reincorporarme para correr donde mis hijos, caía como un objeto pesado más y lo que estaba ocurriendo en la cocina me espeluznaba: los platos y los vasos ahora eran asesinos de loza y de vidrio. Los enseres vivos. Mientras los clósets vomitaban todo su contenido y sentía que caía el televisor, la computadora, la biblioteca, todo, yo gritaba como bestia “¡Quédense tranquilos ¡No pasa nada!”. Una y otra vez repetía esos imperativos tan eficaces como aquel “venimos en son de paz” de los marcianos que mataban todo a su paso. Y no paraba nunca. Seguía domando un dinosaurio mecánico. El consejo de “ponte debajo del marco de la puerta” eran tan inocente como irrealizable. Me precipitaba fuerte contra el piso una y otra vez contra una mesa rodante que me pegó como si me odiara de toda la vida o que decidió explicarme de manera elocuente la energía cinética.
De repente, el temblor infernal cesó. De golpe. Desapareció impune, así no más. Con una vela encendimos el rompecabezas macabro que está desparramado por todo el departamento. El agua de las cisternas de los baños llegó hasta el pasillo. Me temblaban las piernas. Había manchas de sangre el piso y fue un alivio descubrir que era mía. Un pedazo curvo de cerámica incrustado en la planta del pie del que ni me había percatado. Miramos por la ventana y el horror ya había tomado forma de completa oscuridad en la ciudad. Recuerdo que sentí una bronca descabellada contra la Naturaleza y una pena gigante e infinita por Chile, fue tanto el desasosiego y la indefensión y la locura y el absurdo que sentí en esos instantes, que allí abrazado a mi familia y llorando me pregunté por un momento si quedaría alguien vivo allá afuera.
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Hoy se cumple un mes del terremoto en Chile, compartimos esta columna del amigo Pablo publicada en The Clinic. Foto: Alejandro Olivares.