Pooh
New member
Ayer leyendo me encontre con esto...
Espero os guste tanto como a mi.
De El Mundo.
Sonata número 5 en Fa menor.
Pedro G. Cuartango.
AYER ME levanté cansado y cometí el error de sintonizar las tertulias de la radio a primera hora de la mañana. Hablaban de los incidentes de Pozuelo, del inevitable Garzón, del puño en alto en Rodiezmo, de un terrible error médico al operar a un niño del ojo equivocado.
De repente me invadió un profundo hastío y volví a la cama con intención de no levantarme. Me sentí enfermo, deprimido. El día me resultaba insoportable. Horas antes, una amiga me había comunicado que le habían diagnosticado un cáncer de pulmón.
Fui cambiando de emisora como un autómata hasta sintonizar un canal de música clásica. Pronto identifiqué la pieza: el adagio de la sonata número 5 en Fa menor para violín y clavicordio de Johann Sebastian Bach, una exquisita composición de contrapunto.
Era la misma música que yo había escuchado en la iglesia de los jesuitas de Lucerna, al lado del puente medieval de madera policromada, una tarde del verano de 1975. Paseaba por las orillas del río cuando oí unas notas que salían del templo. Entré, me senté en la última fila de los bancos y durante 15 minutos sentí que Bach me transportaba a un reino por encima de las bóvedas barrocas del edificio.
Ayer, durante unos instantes, volví a sentir la misma sensación: una intensa felicidad, un arrebato de emoción que me llevaba a otra dimensión de este mundo con la que raramente podemos conectar.
No fue una experiencia mística sino la gozosa constatación de que la belleza coexiste con el tedio e incluso con el horror de nuestra existencia. Sólo es cuestión -y nunca mejor dicho- de tocar esa tecla íntima que despierta los sentimientos dormidos.
Vivimos la rutina diaria en un estado de adormecimiento, de insensibilidad, procurando sufrir lo menos posible. Ello sirve para anestesiar nuestros sentimientos pero también nuestra capacidad de disfrute. El deseo de no padecer nos impide gozar.
Lo que a mí me está sucediendo, desde que cumplí los 50 años, es una especie de despegue progresivo de un entorno al que me resulta cada día más difícil adaptarme. Leo las noticias de los periódicos, veo los informativos de las televisiones y el mundo me parece cada vez más irreal. Una enfermedad grave para un periodista.
Pero a medida que pasa el tiempo, me hago más sensible a los gestos, a las pequeñas cosas que pasan desapercibidas, a los momentos fugaces que irradian una sensación de eternidad como la sonata de Bach o la perspectiva de San Petersburgo desde la otra orilla del Neva.
Lo mejor de mí mismo, lo que he querido ser, lo que he amado está en esos fragmentos discontinuos de la existencia en los que acaricio algo que siempre se me escapa.
Me tomo un café, me ducho y salgo a la calle. Me pierdo entre la muchedumbre y los ruidos del tráfico, mientras el verano agoniza en las calles de Madrid. Todo parece un sueño en esta mañana de septiembre menos el cáncer de mi amiga.
Espero os guste tanto como a mi.
De El Mundo.
Sonata número 5 en Fa menor.
Pedro G. Cuartango.
AYER ME levanté cansado y cometí el error de sintonizar las tertulias de la radio a primera hora de la mañana. Hablaban de los incidentes de Pozuelo, del inevitable Garzón, del puño en alto en Rodiezmo, de un terrible error médico al operar a un niño del ojo equivocado.
De repente me invadió un profundo hastío y volví a la cama con intención de no levantarme. Me sentí enfermo, deprimido. El día me resultaba insoportable. Horas antes, una amiga me había comunicado que le habían diagnosticado un cáncer de pulmón.
Fui cambiando de emisora como un autómata hasta sintonizar un canal de música clásica. Pronto identifiqué la pieza: el adagio de la sonata número 5 en Fa menor para violín y clavicordio de Johann Sebastian Bach, una exquisita composición de contrapunto.
Era la misma música que yo había escuchado en la iglesia de los jesuitas de Lucerna, al lado del puente medieval de madera policromada, una tarde del verano de 1975. Paseaba por las orillas del río cuando oí unas notas que salían del templo. Entré, me senté en la última fila de los bancos y durante 15 minutos sentí que Bach me transportaba a un reino por encima de las bóvedas barrocas del edificio.
Ayer, durante unos instantes, volví a sentir la misma sensación: una intensa felicidad, un arrebato de emoción que me llevaba a otra dimensión de este mundo con la que raramente podemos conectar.
No fue una experiencia mística sino la gozosa constatación de que la belleza coexiste con el tedio e incluso con el horror de nuestra existencia. Sólo es cuestión -y nunca mejor dicho- de tocar esa tecla íntima que despierta los sentimientos dormidos.
Vivimos la rutina diaria en un estado de adormecimiento, de insensibilidad, procurando sufrir lo menos posible. Ello sirve para anestesiar nuestros sentimientos pero también nuestra capacidad de disfrute. El deseo de no padecer nos impide gozar.
Lo que a mí me está sucediendo, desde que cumplí los 50 años, es una especie de despegue progresivo de un entorno al que me resulta cada día más difícil adaptarme. Leo las noticias de los periódicos, veo los informativos de las televisiones y el mundo me parece cada vez más irreal. Una enfermedad grave para un periodista.
Pero a medida que pasa el tiempo, me hago más sensible a los gestos, a las pequeñas cosas que pasan desapercibidas, a los momentos fugaces que irradian una sensación de eternidad como la sonata de Bach o la perspectiva de San Petersburgo desde la otra orilla del Neva.
Lo mejor de mí mismo, lo que he querido ser, lo que he amado está en esos fragmentos discontinuos de la existencia en los que acaricio algo que siempre se me escapa.
Me tomo un café, me ducho y salgo a la calle. Me pierdo entre la muchedumbre y los ruidos del tráfico, mientras el verano agoniza en las calles de Madrid. Todo parece un sueño en esta mañana de septiembre menos el cáncer de mi amiga.