Claudio
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[…] Yo ya tengo siete plumas estilográficas en funciones; pero he tenido más, que se me han perdido, me las han quitado o se me han muerto. Mis plumas supervivientes podrían decir lo que dicen, con más presunción que dolor, los vástagos vivos de las grandes familias: "Éramos veinte, pero sólo vivimos siete."
Gracias a esta diferencia de afectos y de docilidades, la amarga carrera de la pluma -amarga en cuanto cosa premiosa y necesitada de tantas plumadas, no en cuanto cosa ideal y pensativa-, se puede ir desenvolviendo.
No es que una sea buena y otra sea mala. No. Si soy justo, tengo que decir que las siete me son necesarias, cada una en su tiempo, cada una en un alternante y disparatado orden.
¡Qué caracteres más diferentes los suyos! Hay la pluma que produce erratas quizá por su propia comodidad, que sugiere la confusión, que no remata las letras. Hay la que tiene buena letra, la buena letra que a mí me falta casi siempre. Hay la que quiere a toda costa hacer letra redondilla, con los ojos de las oes muy hechos y cerrados. Hay la que tiene una letra cercenada, enconada, más sincera que las demás y con la que el pensamiento disfruta rematando ideas. Hay la que quiere describir y se esmera en eso. Hay la novelesca, que va trazando los tipos y sus pasiones como si se confesase, como si le dictase cada personaje y cada situación las palabras necesarias. Y hay muchas clases más, con distintos pruritos cada una, con su facilidad y su dificultad correspondientes.
El escritor es realmente un ser con siete -siete, porque ese es el histórico, bíblico y desequilibrado número, el número simbólico, pues yo tengo en realidad lo menos treinta- plumas estilográficas metidas en el bolsillo que tenemos a mano izquierda en la americana, pero realmente clavadas en el corazón, martirio que resulta aun más verdadero cuando, como yo, se escribe en tinta roja.
En las largas veladas del trabajo, las siete me ayudan -plenas de tinta roja- y me traen experiencias renovadas y matices distintos, como las siete flautas de un nuevo carrizo que se matiza por medio de las siete plumas como el arco iris por los siete colores.
No las alterno con premeditación o con una subdivisión del trabajo absurda. Sucede a veces que durante varios días uso una de ellas porque está más voluntaria que nunca, porque está inspirada, porque quiere escribir, porque encuentra una especie de bifurcación y de ampliación de la vida en ese rasgueo de las letras continuado, voluptuoso, con cierta afrodisia en su producirse constante, embriagante.
¡Días felices, espirituales, delicados de esas plumas, y días acéfalos, rasposos, desiguales de esas mismas plumas!
Yo las quiero, y me siento muy unido a su suerte, pues por ellas me desangro. Las miro con esa familiaridad seria con que se mira la jeringuilla con que el médico nos saca sangre o nos inyecta vida.
A la larga son más tornadizas que aplicadas.
(Ramón Gómez de la Serna, “Automoribundia”, 1948)
Gracias a esta diferencia de afectos y de docilidades, la amarga carrera de la pluma -amarga en cuanto cosa premiosa y necesitada de tantas plumadas, no en cuanto cosa ideal y pensativa-, se puede ir desenvolviendo.
No es que una sea buena y otra sea mala. No. Si soy justo, tengo que decir que las siete me son necesarias, cada una en su tiempo, cada una en un alternante y disparatado orden.
¡Qué caracteres más diferentes los suyos! Hay la pluma que produce erratas quizá por su propia comodidad, que sugiere la confusión, que no remata las letras. Hay la que tiene buena letra, la buena letra que a mí me falta casi siempre. Hay la que quiere a toda costa hacer letra redondilla, con los ojos de las oes muy hechos y cerrados. Hay la que tiene una letra cercenada, enconada, más sincera que las demás y con la que el pensamiento disfruta rematando ideas. Hay la que quiere describir y se esmera en eso. Hay la novelesca, que va trazando los tipos y sus pasiones como si se confesase, como si le dictase cada personaje y cada situación las palabras necesarias. Y hay muchas clases más, con distintos pruritos cada una, con su facilidad y su dificultad correspondientes.
El escritor es realmente un ser con siete -siete, porque ese es el histórico, bíblico y desequilibrado número, el número simbólico, pues yo tengo en realidad lo menos treinta- plumas estilográficas metidas en el bolsillo que tenemos a mano izquierda en la americana, pero realmente clavadas en el corazón, martirio que resulta aun más verdadero cuando, como yo, se escribe en tinta roja.
En las largas veladas del trabajo, las siete me ayudan -plenas de tinta roja- y me traen experiencias renovadas y matices distintos, como las siete flautas de un nuevo carrizo que se matiza por medio de las siete plumas como el arco iris por los siete colores.
No las alterno con premeditación o con una subdivisión del trabajo absurda. Sucede a veces que durante varios días uso una de ellas porque está más voluntaria que nunca, porque está inspirada, porque quiere escribir, porque encuentra una especie de bifurcación y de ampliación de la vida en ese rasgueo de las letras continuado, voluptuoso, con cierta afrodisia en su producirse constante, embriagante.
¡Días felices, espirituales, delicados de esas plumas, y días acéfalos, rasposos, desiguales de esas mismas plumas!
Yo las quiero, y me siento muy unido a su suerte, pues por ellas me desangro. Las miro con esa familiaridad seria con que se mira la jeringuilla con que el médico nos saca sangre o nos inyecta vida.
A la larga son más tornadizas que aplicadas.
(Ramón Gómez de la Serna, “Automoribundia”, 1948)
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