Galy
New member
Reloj de arena
César Romero
Sevilla
Cerró la puerta y encendió la luz que le devolvió su reflejo en el espejo.
No quería mirarse. Abrió la puerta del salón y dirigió sus pasos oscuros
hacia la mesa. Colocó en ella la caja, con un cuidado que no sabía si
atribuir a la levedad con que había conducido aquella indeseada propiedad
o al temor por un arañazo en el mueble. Qué más da. Se dijo
esas tres palabras y pensó que desde aquel día se las repetiría decenas
de veces. Qué más da arañar la mesa. Qué más da encender otra luz.
Prefería la oscuridad, aún no quería deslindar la presencia de ella de
aquellos muebles, cuadros, adornos, libros. Cerró los ojos. Deshizo el
apretado nudo de la corbata y desabotonó el cuello de la camisa. Nunca
se sabe, recordó sus palabras cuando encaró con mal gesto el regalo
de aquella corbata negra. Nunca se sabe. Se sentó para desatarse los
cordones de los zapatos pero confundió los cabos, que se apelotonaron.
Se sonrió, su torpeza manual siempre le hacía gracia. Le hizo, le
había hecho. Encendió la luz y ante sus ojos tomaron cuerpo muebles,
cuadros, adornos, libros. Detuvo su mirada sobre el enorme reloj de
arena que le regaló el día en que cumplió uno de esos inevitables años
redondos. Una hora exacta tardaba en pasar la arena. Una hora lenta,
muelle, tarda. Bajó el reloj de su estante. Lo invirtió: un finísimo hilo que
no era tal empezó a atravesar el cordón umbilical del reloj. Sobre la base
empezó a formarse un montículo. Tomó el reloj de arena y, tras darle
unas vueltas, logró sacar el tapón que cerraba una de sus retortas. La
arena comenzó a caer sobre la mesa. Despaciosamente fue vertiendo
las cenizas de la caja en la retorta. Luego encucharó el dorso de la mano
y recogió la arena desplazada en la caja que le habían dado en el crematorio.
Se sentó, miró el reloj de arena y, girándolo, se aprestó a pasar
una nueva hora con ella. La primera, pensó, de las muchas horas que
aún la quedaban a su vera.
César Romero
Sevilla
Cerró la puerta y encendió la luz que le devolvió su reflejo en el espejo.
No quería mirarse. Abrió la puerta del salón y dirigió sus pasos oscuros
hacia la mesa. Colocó en ella la caja, con un cuidado que no sabía si
atribuir a la levedad con que había conducido aquella indeseada propiedad
o al temor por un arañazo en el mueble. Qué más da. Se dijo
esas tres palabras y pensó que desde aquel día se las repetiría decenas
de veces. Qué más da arañar la mesa. Qué más da encender otra luz.
Prefería la oscuridad, aún no quería deslindar la presencia de ella de
aquellos muebles, cuadros, adornos, libros. Cerró los ojos. Deshizo el
apretado nudo de la corbata y desabotonó el cuello de la camisa. Nunca
se sabe, recordó sus palabras cuando encaró con mal gesto el regalo
de aquella corbata negra. Nunca se sabe. Se sentó para desatarse los
cordones de los zapatos pero confundió los cabos, que se apelotonaron.
Se sonrió, su torpeza manual siempre le hacía gracia. Le hizo, le
había hecho. Encendió la luz y ante sus ojos tomaron cuerpo muebles,
cuadros, adornos, libros. Detuvo su mirada sobre el enorme reloj de
arena que le regaló el día en que cumplió uno de esos inevitables años
redondos. Una hora exacta tardaba en pasar la arena. Una hora lenta,
muelle, tarda. Bajó el reloj de su estante. Lo invirtió: un finísimo hilo que
no era tal empezó a atravesar el cordón umbilical del reloj. Sobre la base
empezó a formarse un montículo. Tomó el reloj de arena y, tras darle
unas vueltas, logró sacar el tapón que cerraba una de sus retortas. La
arena comenzó a caer sobre la mesa. Despaciosamente fue vertiendo
las cenizas de la caja en la retorta. Luego encucharó el dorso de la mano
y recogió la arena desplazada en la caja que le habían dado en el crematorio.
Se sentó, miró el reloj de arena y, girándolo, se aprestó a pasar
una nueva hora con ella. La primera, pensó, de las muchas horas que
aún la quedaban a su vera.