Desde aquí dar las gracias al Grupo Nexo por todo el apoyo y difusión que le da a todo lo que les planteo y en espacial al director de las revistas de relojería D.José Arquero que me aguanta desde hace mas de 20 años.
También dar las gracias al gran erudito de la relojería, el amigo Luis Montañés por presidir el jurado de este premio.
Dar las gracias al forero Peperamos por su excelente relato
Este es el relato, lo pongo porque muchos no lo habréis leído
Ahora que mi reloj adelanta.
En mi casa siempre hubo un ruido sutil que nosotros no percibíamos porque formaba parte del ambiente, pero que sí llamaba la atención de los recién llegados en los primeros minutos para después dejar de hacerlo.
Creo recordar que la primera vez que lo oí con claridad fue a la vuelta de una larga temporada en la Universidad. Era un sonido parecido al de la carcoma en un mueble, como un suave ronroneo intermitente con una frecuencia casi estable. No volví a echarle cuentas porque lo achaqué al estado de la vieja instalación eléctrica. Luego me marché a Madrid y ahí quedó todo.
Mi padre falleció hace unos años y, cuando finalizó la locura que supone todo funeral, de nuevo en casa con mi familia, recordé muchas cosas, entre ellas el ruido, y lo hice precisamente porque ya no se oía, había desaparecido (por lo tanto no procedía de la instalación eléctrica, que
ahora era más vieja). Entre las muchas cosas dolorosas que ocurren ante la muerte de un ser querido (como escribió Joan Margarit: “lo terrible es que la vida sigue”), está recibir lo que yo llamo, asideros del recuerdo: objetos que lo hacen aún más imborrable. Uno de esos objetos era un
reloj de pulsera humilde, de obrero del campo, que fue la profesión de mi padre antes de enfermar. En la esfera, tremendamente cuarteada y con sencillos numerales arábigos, se distinguía la palabra Dogma, fue dorado alguna vez y la típica pulsera metálica elástica también estaba en muy mal estado.
No sé muy bien porqué lo elegí, quizá porque sólo lo vi quitárselo una vez y entonces apareció una marca muy blanca en la muñeca en contraste con el resto del antebrazo castigado por el sol; o porque sabía que mis hermanas iban a darle un fin dudoso (que yo no dudaba ni por un instante).
Lo guardé y, pasado un tiempo, probé a darle cuerda y confirmé lo que su aspecto general ya anunciaba: que había dejado de funcionar. Observé que en el craquelado de la esfera se habían formado algo parecido a unos signos que creía haber visto en una enciclopedia de civilizaciones extinguidas. No pude reprimir una sonrisa al imaginarme ese
reloj como una suerte de ese libro hebreo que ocupa a una multitud de rabinos en reinterpretar su significado a través de la erosión en los caracteres que realiza el tiempo, creo que se llama Torah, pues eso, la Torah de los relojeros.
Mi padre, cuando yo era pequeño, me llevaba a la relojería y me decía que ese
reloj siempre había ido a “La Exacta”, que estaba a la espalda de la iglesia principal y que, desde mi estatura de niño, parecía una enorme cueva oscura con un pequeño laboratorio al fondo donde sucedían cosas misteriosas a la luz de una lámpara. Detrás de esa lámpara siempre estaba la enorme calva amarillenta de Miguelón “El Exacto”, sobrenombre por el que se conocía al relojero, no por su negocio, que fue posterior a su bautismo, sino porque siempre bebía la misma cantidad de vino, no desdeñable desde nuestra perspectiva actual, en el mismo tiempo y sin cruzar un solo sonido con nadie excepto gruñidos cuando alguien lo saludaba. Pues bien, según mi padre “El Exacto” era el único que entendía ese
reloj.
Al llegar al pueblo fui a “La Exacta” y ahí estaba Miguelón, ya no me parecía tan grande, su calva estaba más amarilla y arrugada y la relojería era una chamarilería más que otra cosa. Había relojes amontonados por todos lados y cubiertos por una gruesa capa de polvo. El conjunto parecía un decorado de película de terror de serie B. Saludé al llegar y oí el gruñido típico de Miguelón, le di el
reloj y me miró, sin quitarse la lupa (parecía un cíclope con estrabismo), con una colilla humeante pegada al labio inferior, me dijo: “Se puede saber qué interés tienes en poner en marcha esta mierda”. Sabes que era de mi padre, le contesté, y quiero que me lo arregles. “Sé de quien era. Cuando me lo trajo tu padre por primera vez le dije que lo llevara donde lo había comprado, pero no supo o no quiso decirme su procedencia, sólo cosas dispersas sobre la sierra y lo solitarias que son sus noches de invierno, pero mi pregunta no era ésa, mi pregunta era ¿porqué quieres ponerlo en marcha?”. No hay un motivo concreto, sólo quiero que funcione, le dije. “Pues yo no veo ningún motivo para que un cacharro como éste siga haciendo ruido. Sólo el hecho de saber y querer disfrutar de verdad del tiempo real podría explicarlo, pero en esta época ésa es otra de las cosas que se ha perdido”. Pues yo quiero que funcione, insistí. “Pues si vives en Madrid donde hay de todo, hasta relojeros listos, llévaselo a uno de ellos, a ver si tienen narices. No pienso quemar ni un minuto más de mi vida oxidada en esta antigualla”.
Volví a guardar el
reloj en la mochila y me marché, no sin antes volver la vista para echar otro vistazo a “La Exacta” y pensar que resultaba un poco enigmático Miguelón y que su última frase era bastante irónica teniendo en cuenta el estado de su negocio.
En Madrid probé en algunas relojerías, que conocía de cosas anodinas como cambios de pila o cristal, y siempre obtuve la misma respuesta: “No se puede hacer nada”. Incluso recurrí a alguna de renombre y la respuesta fue idéntica. Recordé discusiones entre mi padre y mi madre siempre que llevaba el
reloj al Exacto, mi madre se ponía sería y rumiaba sobre que no sabía porqué gastaba dinero en ese
reloj que nunca daba la hora bien, que Miguelón era un inútil que le sacaba los cuartos con historias, que no merecía la pena, que tenía relojes mas bonitos y nuevos que le habían regalado y no usaba, y la conversación (si se le podía llamar así), terminaba con un tajante “el
reloj tiene la hora que debe tener y lo llevo donde me da la real gana”, el tono brusco de mi padre quebraba el rumor de mi madre y todo se calmaba hasta la próxima vez.
Ante las recomendaciones de los profesionales, di casa al
reloj en el cajón de las cosas casi perdidas y me olvidé de él.
Al cabo de un tiempo, mi amigo Ángel, al que le había hablado del
reloj, me habló de Pepe Íñigo, un relojero excepcional, uno de los últimos artesanos, un artista de las máquinas del tiempo y, claro, le pedí que me lo presentara.
Pasados unos días, Ángel me dijo que iba a venir a su casa Pepe a tomar algo y que me invitaba para que nos conociéramos. Esa noche, en casa de Ángel, charlamos de lo divino y lo humano y después de algunas copas de buen vino le hablé a Pepe del
reloj de mi padre. Se lo describí con el mayor detalle que pude, incluso reproduje el ruido que hacía cuando intentaba darle cuerda (rrrrrrcrack, rrrrrrcrack) y cuando le conté lo de la esfera y los signos, lo de la “Torah de los relojeros”, noté que su expresión cambiaba, me pareció sombrío y distante a partir de ese momento, no obstante me indicó que podía llevárselo, aunque la reparación, por lo que le había descrito, podía ser cara. La conversación derivó hacia mil sitios más y, en uno de ellos, Ángel lanzó una definición interesante; decía que igual que cuando estamos aprendiendo a dibujar trazamos una cuadrícula sobre una imagen, para situar cada cosa en su sitio, y que el dibujo resultante sea lo más parecido al original, el
reloj traza una cuadrícula en la vida, para que todo encaje, para que todo lo que ocurre pueda situarse. Sin los relojes, terminó diciendo, nuestros planes se verían continuamente alterados, nuestra vida sería un caos continuo. Yo les dije que los relojes podían ejercer su pequeña dictadura, pero que nuestra máquina del recuerdo altera, cambia, elimina, dobla y rompe el tiempo sin piedad y además, insistí, la cuadrícula del
reloj desaparece cada vez que se supera el presente, a todos se nos escapa la duración del primer beso, de la segunda tarta de manzana que comiste con tu prima o del tercer dolor de muelas. Pepe, al que, como he dicho, notaba un poco serio, me dijo “yo no haría bromas sobre el tiempo, piensa que sin él estaríamos todos muertos, vivir fuera del tiempo no es una utopía, es una locura”. La noche acabó dejándome una sensación agridulce de Pepe pero un recuerdo clarísimo de las recomendaciones de Ángel sobre su maestría.
Poco tiempo después fui con Ángel a la relojería de Pepe para llevárselo y que hiciera una estimación. Estaba en una de los barrios antiguos de Madrid y tenía un curioso nombre “P. Í. Mecánico del Tiempo”. Era un local luminoso, con grandes cristaleras en las que, de una manera muy ordenada, se exponían ejemplares de relojería, muy hermosos unos y otros muy curiosos que eran, o al menos parecían, partes de maquinarias empleadas para gestionar procesos o ciclos fabriles. También había relojes antiguos muy bien conservados y eso me dio esperanza. Le di el
reloj y me pareció que lo manejaba con un cuidado excesivo tratándose, como me había dicho antes, de un trasto viejo y muy común. Le dedicó mucho tiempo a observar la esfera desde diferentes ángulos, con y sin lupa, y muy poco a diagnosticar la avería: “Seguro que tiene roto el eje del volante y alguna cosa más. Está todo lo muerto que puede estar una máquina mecánica. Seguro que hay que fabricarle piezas, por eso te va a salir bastante caro el arreglo. No sé si te merece la pena. Puedes encontrar relojes muy similares por muy pocos euros”. Le recordé su valor sentimental y sugerí que si reparaba la esfera quedaría mejor. Creo que eso lo enfadó porque su respuesta fue “hay que ser un poco inepto para proponer una restauración en un modelo como éste, es como pedir un lifting para la momia de Nefertari porque se la ve vieja y arrugada. Las arrugas son las historias que cuenta el rostro. En un
reloj, al menos la mitad de las historias, las cuenta la esfera, no hay que tocarla”. Sólo lo decía porque has comentado que es una pieza común, contesté, y los que tienes en el escaparate tienen muy buen especto. Cada uno, como te he dicho, debe contar su historia y no quiero hablar más de este asunto, dijo de manera tajante.
No insistí, acepté un plazo que parecía excesivo y un elevado presupuesto sin chistar e intenté fijar con él una visita para ver cómo evolucionaba la reparación pero me dijo que no merecía la pena ver el proceso de restauración, no era interesante para quien, como yo, poco o nada sabía de relojes. Y adiós muy buenas. No tenía pensado hacerle caso, por supuesto.
Dejé pasar quince días y me dirigí a la relojería para ver como iba la reparación. No se puede decir que Pepe me recibiera con los brazos abiertos pero sí que estuvo más amable que la última vez. Me guió hacia el taller y una vez allí me fue explicando un poco por encima para qué servían las cosas y máquinas que se veían. En una de las mesas estaba mi
reloj, aún cerrado y bajo algo que se parecía a una cámara fotográfica en un trípode, le pregunté qué ocurría y me dijo que aún no se había puesto con él, pero que tenía costumbre de realizar reportajes fotográficos a las restauraciones. Ya he dicho que no entiendo de relojes (de fotografía sí), la cantidad de imágenes, bajo distintos tipos de luz y contraste, realizadas en los más diversos ángulos que vi impresas sobre la mesa de su despacho despertaron mi curiosidad y con un poco de mala uva, recordando nuestra primera conversación, le dije que si estaba documentando “La Torah”. Ahí acabó la poca amabilidad que había mostrado hasta el momento y sólo me contestó que si no sabía era mejor que no hablara pero que me pensara bien si quería realmente reparar el
reloj, porque por lo que estaba viendo no quedaría bien de todos modos, adelantaría y atrasaría, posiblemente sin patrón fijo, lo que lo haría inútil para la función que actualmente se espera de un
reloj. A esas alturas ya era para mí una cuestión más personal que de dinero, utilidad o lo sea que me hubiera querido decir y, por tanto, insistí en que
ahora más que nunca quería que lo repara cuanto antes. Me despedí lo más amablemente que pude y creo que Pepe ni siquiera intentó disimular su mala uva.
Un buen día Ángel me transmitió que ya estaba mi
reloj y que me acompañaba a la relojería para recogerlo.
En la puerta del “Maquinista del Tiempo” estaba Pepe fumando y con la mirada perdida, volvió a mostrarse amable y me dijo que no había sido fácil y que como me había anticipado en la anterior visita su funcionamiento no sería el adecuado. La maquinaria no estaba bien y no era posible repararla en profundidad porque no existían muchas posibilidades de conseguir las piezas que faltaban en un plazo razonable, no obstante, había hecho lo que había podido, hasta en la esfera. En resumen, había quedado aceptable teniendo en cuenta el estado en que se encontraba. Al pasar por su despacho pude ver a través del cristal que las imágenes de la esfera de mi
reloj estaban por todas las paredes, algunas de ellas ampliadas a tamaños enormes, otras con dibujos trazados a lápiz por encima y, en todas, multitud de anotaciones en los márgenes. Me abstuve de realizar más comentarios sobre la Torah de los relojeros recordando sus reacciones anteriores y entramos al taller. Allí estaba, sobre la mesa de trabajo, limpio, con una correa nueva, la esfera mostraba un brillo de ámbar oscuro, su aspecto seguía siendo como el de un manuscrito antiguo, agrietado y escrito en una lengua extraña, me pareció que los, antes aparentes, signos eran
ahora más visibles. Me gustaba, me gustaba mucho. Era el
reloj más bonito que había visto. Di las gracias y pregunté el precio. “Te dije que sería caro, pero si estás decidido a usarlo, y quiero que lo pienses, te lo voy a dejar a buen precio”. El precio, sin ser pequeño, no era una exageración. Pagué y estuve un rato bromeando sobre el carácter del relojero con Ángel, que, en un aparte, me confió que nunca le había visto así, que no se comportaba con normalidad, que estaba seguro de que le pasaba algo. Lo notaba más nervioso y silencioso, estaba enfrascado en algo de lo que no hablaba con nadie, no salía, y su mujer le había comentado que pasaba las noches enteras en el taller, más concretamente en la oficina, que intentara comprenderlo, Pepe no era así.
Cuando me puse el
reloj para despedirme Pepe me dijo: “Que tengas suerte, ya nos veremos por aquí dentro de unos días”. No le eché cuentas recordando el comentario de Ángel y le dije que sí, que nos veríamos.
A partir de ese día no me lo quité para nada, tenía otros, pero me parecían insignificantes, feos. Funcionaba bien, no atrasaba ni adelantaba y pensé en lo que me dijo Pepe y en lo equivocado que estaba. El
reloj funcionaba como un
reloj.
Unos amigos que me visitaron me preguntaron un día que si tenía carcoma, que había un ruido raro en mi casa y se me cayó, como una losa, el recuerdo de la casa de mi infancia y su ruido,
ahora sabía lo que sonaba en mi casa, pero no me molestaba, en realidad yo no lo oía.
Tres o doce días después, no lo sé muy bien, me percaté de que el
reloj ya no iba tan bien, unos días atrasaba, lo ponía en hora y al día siguiente adelantaba o volvía a atrasar y decidí cumplir el pronóstico de Pepe y volver a verlo.
Ésta vez me pareció amable al recibirme. “Te dije lo que pasaría”. Miró el
reloj, sin quitarlo de mi muñeca, durante un largo rato y dijo “es el recorrido errático del que ya te avisé, no puedo hacer nada por ti”. Vi que ya no estaban las imágenes de mi
reloj en su despacho pero no se lo hice notar, no quería cabrearlo. Me invitó a una caña en un bar cercano y mientras la tomábamos me pidió disculpas sobre su comportamiento anterior aduciendo que había estado un poco crispado por el trabajo. Me aconsejó, con un tono que me pareció casi paternal, que, de vez en cuando, dejara el
reloj un tiempo sin ponérmelo, que eso volvería a estabilizar las piezas y que eso haría que la normalidad regresara.
Pasaron los días, o los meses, no lo sé, no le hice caso a la recomendación de Pepe, seguía sin quitarme el
reloj ni para ducharme y cada vez lo observaba más. Es curioso como el tiempo demuestra su elasticidad cuando lo observas fijamente, si miras de cerca un
reloj, aunque sólo sean diez minutos, se te disfrazan de eternidad. No se puede mirar la aguja de las horas durante mucho tiempo sin percibir una especie de vértigo, que debe parecerse al de asomarse al infinito. Noté que las grietas no eran exactamente iguales a las que vi en las imágenes del despacho de Pepe, y eso hacía que los signos también parecieran otros.
También noté, a base de observarlo, que adelantaba cuando dormía. Poco a poco me di cuenta de un comportamiento que me hizo recordar la primera conversación con Pepe, aquello que le dije sobre que, a pesar de la dictadura de los relojes, los recuerdos hacían un poco lo que querían y concluí que nuestra percepción del tiempo también actuaba por libre respecto a su medición. El placer lo comprimía infinitamente, y mi
reloj adelantaba, el dolor lo prolongaba de la misma manera, y mi
reloj atrasaba, la alegría lo hacía desaparecer casi, y mi
reloj se volvía loco y la tristeza lo estiraba interminablemente y mi
reloj casi se paraba. Imaginé a mi
reloj girando como una hélice mientras se me escapaba la infancia entre los dedos o casi parado ante la locura hormonal y la incomprensión de la adolescencia.
El tiempo es tan relativo y mutable como la vida y comprendí que ese
reloj, el
reloj de mi padre, mi
reloj, no funcionaba mal, sino que marcaba el tiempo real, el que yo percibía, marcaba mi tiempo, no el de las máquinas. No me importaba, me seguía gustando el
reloj y su tiempo, la hora se podía mirar en cualquier parte pero la de ese
reloj sólo era la mía, de nadie más.
Me vino a la memoria un cuento de Jorge Bucai en el que un caminante entra en un cementerio y ve en todas las lápidas edades que sólo pueden ser de niños y se entristece, hasta que el sepulturero le explica que no es la edad, sino la felicidad de cada persona, que es lo realmente merecedor de recuerdo, no el total, sino el gozado realmente y que ese tiempo disfrutado se anotaba en un pequeño cuaderno que colgaban del cuello de cada persona al nacer, y al morir sumaban lo allí anotado y eso era lo que se grababa en las lápidas, alguna de esas personas al morir tenían más de noventa años, pero no existía ningún motivo para recordar un tiempo medible sólo por máquinas.
Mi
reloj era un poco como las libretas de ese cuento, no le importaba la distancia entre las horas sino lo que ocurriera en ellas y últimamente (si tuviera una de esas libretas, no pararía de anotar cosas) todo me iba bien, era cada vez más feliz.
Ahora que mi
reloj adelanta más que antes recordé uno de los días que pasé con mi padre, poco antes de su muerte, y la última discusión que tuvo con mi madre antes de salir para ver al Exacto: “¿Porqué vas a que te saque otra vez los dineros ese listo?” le decía mi madre, y mi padre, esta vez sin levantar la voz, sólo contestó “Mi
reloj adelanta demasiado, Miguelón tiene que intentar arreglarlo”.
Se lo volví a llevar a Pepe, esta vez me pareció triste, sin mirar el
reloj me invitó a sentarme y me dijo: “Sólo he visto un
reloj como éste en mi vida. Lo tuvo un amigo íntimo. Del
reloj te puedo decir que se trata, como te dije de un modelo común de principios del siglo XX, un Dogma Cyma en lo tocante a la parte mecánica, pero tiene cosas excepcionales, una de ellas son los signos que se adivinan en la esfera de tu
reloj, que pertenecen por lo que pude averiguar a una lengua ya extinguida y que cambian con el paso del tiempo, puedes verlos con claridad realizando capturas de contraste y termografías, como viste mientras seguía intentando descifrarlos. Otra es que quien lo posee, como también habrás comprobado, no puede quitárselo excepto por breves espacios de tiempo y la realmente extraña es que cuando se acelera, todo es felicidad, buena vida, alegría, pero dura muy poco y además no para hasta que sales del tiempo, tú me entiendes. Cuando le tocó a mi amigo, hice todo lo que pude por entender el funcionamiento para poder pararlo, por momentos creí perder la razón, pero no pude. Viste las fotos del tuyo llenas de notas y vuelvo a no tener respuesta. Sé que seguirán acelerando tu felicidad y tu
reloj hasta que, dentro de poco, el
reloj se pare y tú con él. Cuando me hablaste del tuyo sabía lo que iba a ocurrir porque igual que tú no puedes quitártelo, yo no puedo dejar de arreglarlo”. Sombrío, me dijo que no se lo llevara más, era inútil, y me despidió amablemente.
Volví a casa y noté que el ruido era mayor, miré el
reloj y vi que las agujas iban tan rápidas que casi no se veían. A pesar de que mi cabeza gritaba que me lo quitara, mi corazón tenía una opinión muy distinta y, también en cuestión de relojes, éste manda más. Lo más curioso era que no estaba triste, sino eufórico, y además era el
reloj de mi padre, el
reloj de mi vida, se aceleraba, se estaba acelerando cada vez más y no me importaba. <!-- / message -->
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